Es de los primeros sermones que nos arrojan cuando tomamos forma de mujer. Nos cuidan, podría decirse. Pero no hay condición alguna que pueda interponerse entre un lobo que pone a temblar tus pechos y la luna que yo era en ese momento.
Tenía corazón de luna: claro, bondadoso y tierno. Tenía cuerpo de luna: sensual, despierto y amable. Tenía orejas de luna: débiles, débiles y débiles. El lobo dijo y escuché que sí. Me temblaba el ombligo. Los pechos, también. Y sexo, sobre todo. Palpitaba de deseos y amores. Me confundí. El lobo me estaba mirando. Intepreté como ansias y cariño su más instintiva y despiadada hambre.
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