-Solo te pido que no me hagas llorar.
Así dijo ella. Estaba hermosa y radiante después de que le pregunté. No fue el momento más románcico de la historia, ni siquiera de mi vida, pero quería estar con ella, así que le pregunté si quería ser mi novia. Entonces, me dijo eso, que no la hiciera llorar. Tuve que repreguntarle y por fin confirmó que sí, que quería.
Menos mal. La gente no lo medita mucho, pero dice cosas y cree que respondió la pregunta cuando en verdad no lo hizo. Sobre todo, cuando la contestación esperada y adecuada se debate entre sí, no y, como mucho, no sé. Sí, es más admisible una duda que una frase que parece que contesta y en resumen te deja dudando a vos, que emitiste el interrogante.
La abracé y la besé. Mi estrategia fue no sentarme en un bar con ella para hacerle la propuesta, sino decírsela en el sillón de su casa, donde podemos estar los dos sentados uno al lado de la otra y acercarnos o acurrucarnos. Fue un riesgo también, ¿no? Porque podía negarse y la cercanía de sus aromas y sus pestañas azuladas me habrían hecho un daño casi letal y muy inmediato. Tenía las pestañas y el cabello de color negro azulado por naturaleza. Además de preciosa, era original.
Bueno, todas las personas son originales, me disculpo. O no me disculpo. Estaba enamorado. Era lógico que singularizara sus rasgos como si fueran los únicos especiales sobre la tierra. Tenía ojos verdes y, aunque muchas otras pupilas fueran verdes, me daba la sensación de que los destellos de jade eran exclusivos de su existencia. Y tal vez sí.
¿Tal vez sí? Sí, porque meses más tarde hubo una noche desgraciada en que descubrió una mentira mía. Me confrontó serena, seguramente esperaba una explicación aceptable o una locura absurda que pudiera justificarme. Pero acorralado confesé. Y la sincera confesión, tardíamente sincera, quebró su apacible expresión. Vivíamos juntos en mi casa y en ese instante supe que lo había arruinado todo.
Comenzó a lagrimear y adolorida se fue sollozar donde se asegurara una pared entre nosotros. Se encerró en la habitación. Lloraba, lloraba mucho y también jadeaba como si la mentira pudiera corroerla físicamente. Quise acudir a consolarla, pero respeté el espacio que evidentemente necesitaba. Aparte soy un imbécil para lidiar con el llanto ajeno.
Pocos minutos duró el escándalo. Cuando cesó, me acerqué a la puerta. Golpeé con los nudillos y la llamé suavemente. No dijo nada. No se me había acabado el respeto, pero me urgía pedirle perdón. Por eso entré a pesar de su tácita voluntad de que no lo hiciera. Por supuesto, en cuanto crucé el umbral y la vi comprendí que no había voluntad alguna, sino imposibilidad de dar sonido a sus pensamientos.
Entré cabizbajo. Tanto la cama como los almohadones mostraban severos signos de humedad y quemaduras. Mi mirada trepó y descubrió que sus piernas estaban levemente enrojecidas. Las manos, en cambio, tenían ampollas. Seguí mirando, asombrado, y la peor imagen fue encuadrándose en mis retinas: tanto su cuello como sus mejillas y sus labios estaban quemados, en carne viva. Sus pestañas y sus pupilas brillaban fosforescentes.