Quisiste haberme imaginado. Imaginaste, entonces, mis ojos sensuales, unos labios que procuraban besos tuyos, un cuerpo que fantaseaba con el rigor de tus dientes. Imaginaste, entonces, una voz dulce y sugerente, una gracia constantemente alegre, unas palabras pronunciadas siempre con emoción.
Quisiste haberme imaginado. Me dio tristeza y lo dije. Y respondiste que no era imaginaria. No eran imaginarias mis manos cariñosas, ni mis pies inquietos, ni mi mente bailarina. No era imaginario, sobre todo y en ningún momento, este corazón latente, poeta y apasionado. No eran imaginarias, por ende, todas las promesas que palpitaban en él.
Quisiste haberme imaginado. Te dije que no. Coincidiste. Sin embargo, te convino. Mejor, que fueran imaginarios mis inmensos sentimientos. Mejor, que fueran imaginarios mis tímidos proyectos. Mejor, que fueran imaginarias mis lealtades, mis valentías e incluso el trayecto de esta sombra que no va a pintarse en el suelo que pisás.